3 talentosos artesanos mexicanos que conocimos en la Fiesta de las Culturas Indígenas

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La Fiesta de las Culturas Indígenas, Pueblos y Barrios Originarios CDMX inició el 1 de septiembre. ¿Ya habías escuchado de ella? Se trata de un evento en el que puedes conocer la multiculturalidad del país, ya que durante diez días comunidades de diversas regiones se juntan en el Zócalo para compartir un poco de lo que hacen, ya sea artesanías, comida, música, literatura o cine.

La edición de este año es la cuarta que se hace y, la verdad, no me la quise perder. Primero, porque el programa anunció más de 800 expositores. Segundo, porque era una oportunidad para hacer un viaje exprés por el país y conocer más de él.

Me dijeron que a las 10 de la mañana empezaba la fiesta. Así que fui el primer día muy temprano para tener tiempo de recorrer stand por stand. Saqué fotografías (pudieron ser más, pero, la tlayuda, los merengues y demás antojitos que se interpusieron en mi camino complicaron la actividad) y también hice algunas paradas para platicar con los artesanos mexicanos que exhibían sus piezas.

La experiencia fue muy especial, pues no solo conocí los procesos de elaboración que utilizan para sus artesanías, sino también sus historias y gustos.

Tiburcio Simbrón, el de inventiva inagotable

Foto: Claudia Aguilar

La primera parada que hice fue en el stand de este artesano originario de Chilacachapa (localidad de Guerrero), a quien puedo describir como alguien ingenioso cuya imaginación le permite hacer desde un petate tradicional tejido con palma, hasta una cuna. Su inspiración es el cariño por la tradición y por los que darán uso a sus objetos.

Tiburcio aprendió el tejido de palma a los 3 años de edad. Era su juego. Con el tiempo, se volvió en un método para crear artículos de primera necesidad, tal como lo acostumbraban en muchos pueblos de Guerrero donde hacían tortilleros, lazos para atar animales y objetos, así como herramientas para soplar y avivar el fuego. Su primer nieto nació y eso lo llevó a poner manos a la obra.

“Yo le comenté a mi muchacho: ‘Cuando nazca tu bebé le voy a tejer su cuna de palma’. Y así fue”, explica. Para él, el tejido de palma era más que un negocio. De hecho, no lo vio como tal, sino hasta después.

Foto: Claudia Aguilar

Tiburcio llegó a la Ciudad de México hace 40 años y comenzó a vender libros en Balderas. Sin embargo, al ver que no era suficiente para mantenerse, regresó a la venta de artesanías. Con lo que aprendió de niño más los pedidos de conocidos que quedaron maravillados luego de ver la cuna y los petates que había hecho para sus nietos, Tiburcio volvió a crear todo tipo de artículos, algunos con alocados diseños.

“Yo he tejido cosas que antes ni me imaginaba. En el pueblo aprendí el tejido básico y otras formas, pero la base de toda artesanía con palma es el tejido del petate. Una vez que dominas esto puedes hacer muchas cosas más, claro, con mucha imaginación y destreza”, dice.

A Tiburcio puedes encontrarlo en los puestos que están afuera del Metro Balderas, muy cerca del Mercado de Artesanías de la Ciudadela. Su teléfono es: 55 69 01 61 56.

Eugenia Mendoza, la creadora de colores

Foto: Claudia Aguilar

Su espacio estaba repleto de tapetes, bolsas, monederos, gorras y suéteres hechos con lana pintada. La mayoría tenía colores rojo, azul y amarillo. El mosaico me pareció interesante, más porque detrás había una mujer que explicaba el origen de los materiales orgánicos que utilizaba.

Hice mi segunda parada para conocer a Eugenia, una mujer zapoteca, originaria de Teotitlán del Valle (pueblo de Oaxaca) que aprendió sobre colores primarios, sus combinaciones y, lo más importante, el arte de extraerlos de elementos naturales.

El trabajo de pintado de lana ella lo describe como algo muy laborioso, pues además de la confección de los artículos, hace los colores vegetales y naturales que se necesitan para pintar la lana. Sí, Eugenia es algo así como una alquimista que convierte propiedades de plantas (como el pericón y añil) y de insectos o parásitos que descansan en los nopales o tunas (grana cochinilla) en colores básicos.

“Por ejemplo, de la grana cochinilla sacamos el rojo. De aquí podemos conseguir alrededor de 50 tonos. El amarillo lo sacamos de una planta que se llama pericón. Y el azul viene del añil. De este tono sacamos los verdes y otros colores secundarios. Para ello hacemos una serie de mezclas”, explica.

Foto: Claudia Aguilar

Eugenia empezó con el pintado a los 13 años. Sus abuelos fueron quienes le enseñaron todo. Ahora ella hace lo mismo con sus dos hijos, pues asegura que es un trabajo de generación en generación.

“Uno de mis hijos está en la prepa. Otro en la universidad. Mientras estudian les enseño, porque si no encuentran trabajo el día de mañana, con lo que les he enseñado pueden vivir –comenta–. Para mí es muy importante que aprendan a sacar los colores de una manera natural. Nosotros con nuestro trabajo buscamos no contaminar el medio ambiente, porque creemos que es necesario cuidar donde vivimos”.

Eugenia actualmente vive en Aragón, pero durante todo el año va a Oaxaca. Puedes ponerte en contacto con ella por teléfono. Su número es: 55244601

Epifanio Isaías Méndez, el poeta del barro anaranjado

Foto: Claudia Aguilar

Cuando llegué a su lugar, Epifanio estaba recitando un poema. A él le gusta leer a Federico García Lorca, Amado Nervo, Rubén Darío y Manuel Acuña. En sus pertenencias conviven utensilios para esculpir barro, periódicos con los que envuelve las artesanías vendidas y libros, entre ellos Desiderata de Tlaculinatzi (Ortega Alvarado), un poeta de ascendencia zapoteca a quien admira mucho Epifanio.

Su gusto no es de extrañarse. Con él comparte más que el gusto por las letras. Ambos son de Oaxaca y su método para aprender la lengua castellana resultó completamente autodidacta.

“La educación es el vestido de gala para asistir a la fiesta de la vida”, repite Epifanio y cuenta que esta frase la sacó de la revista Selecciones así como un puñado de palabras que le llamaron la atención. “Yo lo leía para ir aumentando mi vocabulario. Palabra que no entendía palabra que anotaba para después buscarla en el diccionario. No fui a la escuela, pero me cautivó el idioma castellano y quise aprenderlo. Lo hice hasta donde pude. Ahora me expreso medianamente”.

La esencia de la poesía Epifanio la lleva a su trabajo en el que manifiesta la belleza a través del manejo del barro anaranjado. Fermentar el barro, batirlo sobre una tabla con arena de laja, hacer la pieza para luego asolearla, bañarla de engobe anaranjado y terminar el cocimiento fue algo que él aprendió de su padre.

“En la II Segunda Guerra Mundial –dice– mi padre fue a trabajar de brasero. Nos quedamos mi mamá y hermanos, y vivíamos del barro. En ese entonces llevábamos todo el trabajo en la espalda. A las tres de la mañana nos íbamos para una plaza, el día domingo, a vender nuestras cosas. Era todo el día”.

Las artesanías que hoy hace se distinguen por su sencillez. Al preguntarle qué poema podía describir lo que siente cuando hace sus piezas, él de inmediato escogió “Razonamiento zapoteco” de su poeta favorito, Tlaculinatzi:

No busques el paraíso
más allá de tu epidermis,
nunca encontrarás en el aire aquello que dentro tienes.

El infierno está en ti mismo
porque tú te lo fabricas,
lo atizas y lo enardeces
cuanto más te mortificas.

El mundo fue diseñado
con el arte más perfecto
para que tú lo disfrutes
en razón a tu intelecto.

Foto: Claudia Aguilar

Ellos son hombres y mujeres que crean artesanías a partir de la memoria y el ingenio. Su oficio es el arte de imaginar y concebir objetos sencillos o laboriosos muy preciados, que remiten a aquella tradición que sus abuelos y padres les heredaron. Con cada paso del proceso de elaboración tienen oportunidad de recordar –y mejorar– las lecciones aprendidas con sus familiares.

El encanto de sus creaciones es que podemos redescubrirnos a través de ellas, de los fragmentos de memorias que los artesanos dejan en cada pieza y que hablan de su historia, la cual también es nuestra.

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